A lo largo de los siglos, el cristiano, para no sufrir martirio, solo tiene que negar a Jesús. Así salva momentáneamente su vida en este mundo. Pero Jesús advirtió las consecuencias de esto: “el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios” (Lucas 12:9).
Por esto el Señor nos dijo que debemos practicar otra negación, la negación de nosotros mismos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9:23,24). De esta manera recibamos la exhortación del apóstol Pedro en Pentecostés: "Sed salvos de esta perversa generación" (Hechos 2:40).
Jesús encarnó de forma total todo esto en la cruz. ÉL no negó quien era y es, ni negó la verdad, sino que se negó a sí mismo toda búsqueda de este mundo, todo bienestar, comodidad, seguridad o gloria que este mundo da. Jesús se negó en ese sentido a sí mismo, tomó su cruz y perdió su vida entregándose a la muerte obedientemente (Filipenses 2:8). Y en ese momento los que le crucificaron vieron su gloria en el sol oscurecido (Mateo 27:45), el temblor de la tierra y las rocas partiéndose (Mateo 27:51), y dijeron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54), y la gente “viendo el espectáculo se volvía golpeándose el pecho” (Lucas 23:48). Y al tercer día el Padre lo resucitó a la verdadera vida y lo exaltó hasta lo sumo (Efesios 1:20-23; Filipenses 2:9). La cruz es la señal de que Dios manifiesta su gloria prescindiendo por completo de la gloria de este mundo.
No somos invitados al sufrimiento por el gusto de una vida de derrota, fracaso y dolor. Sino que al “tomar la cruz cada día” instantáneamente nos acercamos a Jesús, le seguimos, le experimentamos (Lucas 9:23). Al “perder nuestra vida, la hallamos” (Mateo 10:39) ya en el presente diario, pero mucho más infinita y completamente cuando dejamos este cuerpo (Filipenses 1:21-23). Cuando en cada situación nos clavamos en la cruz, amando que al morir es que vivimos, que al perder es que hallamos, que alejarnos del mundo es acercarnos en dulce comunión con nuestro Dios, que así es como se manifiesta su poder y gloria a través nuestro; ahí, en ese trazo del camino, estamos siguiendo a Jesús.
"Fuente de pureza, Señor misericordioso
guárdanos por medio del ayuno;
míranos postrados a tus pies.
Ilumíname oh Cristo, tú que suspendido en la cruz
oscureciste la luz del sol
e hiciste brillar sobre tus fieles la luz del perdón.
Camine yo a la luz de tus preceptos
y llegue purificado
a los esplendores de la Resurrección.
Concédeme ahora poder para ayunar
de los placeres mundanos,
tú, que eres bueno y misericordioso".
(Himno antiguo del Triodión, originalmente en griego).